“Hay un brillo asesino en sus ojos”: la historia de las gemelas que inventaron su propio lenguaje

Las hermanas no se comunicaban con el mundo, provocaron incendios y robaban. Pero también se asfixiaban entre ellas

June y Jennifer Gibbons eran gemelas idénticas, dos gotas de agua que andaban a la par. Ninguna se lanzaba a dar un paso sin que la otra hubiera iniciado la zancada. Las dos eran una.

Decidieron que que no volverían a hablar con el resto del mundo y para tal fin crearon un lenguaje propio. La intención era clara: imposibilitar a los extraños acceder a la locura de su microcosmos. Pronto pasaron a ser conocidas como ‘The Silent Twins’. Las gemelas silenciosas.

The Silent Twins es también el título del libro en el que Marjorie Wallace, periodista del Sunday Times,   narra cuál fue la historia y el desenlace de esa enfermiza unión que empujaba a las gemelas Gibbons a desligarse de la realidad.

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Jennifer Gibbons

Dios mío tengo miedo de ella. No es normal… alguien la está volviendo loca. Soy yo.

Las dos hermanas nacieron el 11 de abril de 1963 en Barbados, una isla en medio de Caribe. Cuando eran unas niñas, a su padre le destinaron a Gales y el cabeza de familia pensó que todos tendrían una mejor vida en el país británico. Así que hicieron las maletas y se trasladaron a Haverfordwest, la ciudad donde su progenitor iba a trabajar como técnico de las fuerzas aéreas del país. Las gemelas pasaron a vivir en una ciudad grande, pero poco acostumbrada a los extranjeros. Eran dos niñas negras en una localidad de blancos.

June y Jennifer siempre habían tenido gestos que los demás veían como extraños, pero el hecho de sentirse observadas les hizo cerrarse en banda todavía más. Jugaban solas, empezaron a inventar su idioma, escogieron actuar como si una fuera el espejo de la otra y las burlas y el acoso que recibían servían para intensificar su aislamiento. En su mundo solo entraban las dos y la literatura, y cuando las separaban para tratar cómo podía solucionarse su problema de sociabilización, respondían cayendo en un estado catatónico.

Tenían 14 años cuando empezaron con los juegos macabros y 16 cuando escribieron sus primeras novelas tétricas en las que había sexo, drogas y violencia. Pero entre sus argumentos oscuros también se dedicaban mensajes mutuamente y ese relación idílica de ambas se revelaba también como un infierno en sus diarios personales.

Nadie es capaz de sufrir como yo, no con una hermana. Con un marido es posible; con una mujer, también; con un hijo, también; pero esta hermana mía es una sombra negra que me está robando la luz del sol. Ella es mi único tormento… Ella quiere que seamos iguales pero hay un brillo asesino en sus ojos. Dios mío, tengo miedo de ella. No es normal… alguien la está volviendo loca. Soy yo.

Sus textos no triunfaron y optaron por enfrentarse al mundo. Robaban y provocaban incendios, pero también hacían explosionar su microcosmos y se ahogaban la una a la otra.

Nos hemos convertido en enemigos mortales en los ojos del otro. Podemos sentir los irritantes rayos mortales que salen de nuestro cuerpo, el escozor de la piel de la otra. Me digo a mí mismo si puedo deshacerme de mi propia sombra, ¿es posible o imposible? Sin mi sombra, ¿moriría? Sin mi sombra, ¿ganaría una vida? ¿Sería libre y me dejarán morir? Sin mi sombra, la que identifico con una cara de la miseria, de engaño y de asesinato.

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June Gibbons

Marjorie, voy a tener que morir

Los tribunales las condenaron por todas sus actos delictivos y las confinaron en un hospital de alta seguridad para enfermos mentales. En ese centro pasaron los siguientes once años y no cesaron sus comportamientos peculiares a pesar de las altas dosis de medicación.

Las Gibbons se siguieron amando y detestando a la vez, pero se mantenían unidas distancias del mundo. El centro, ante su rebeldía, decidió internarlas en habitaciones completamente alejadas y las gemelas respondieron desafiando a la autoridad. A menudo los enfermeros las encontraban en sus cuartos separados, en posiciones estáticas en las que permanecían horas como si estuvieran congeladas.

Tuvo que pasar largo tiempo hasta que comenzaron a relacionarse con el personal del hospital y se las trasladó a otro centro de más baja seguridad al mostrar mejoría. Allí es donde las gemelas decidieron que solo podría salvarse una si moría la otra.

En 1993, a sus 31 años, las gemelas el confesaron a Marjorie Wallace, la periodista que llegó a conseguir ser parte de aquella compleja relación, que una debía de dejar de respirar para que la otra pudiera tomar aire en el mundo real.

Aquel círculo de dos las asfixiaba, a ambas. Jennifer, con una taza de té entre las manos, le espetó a la periodista: “Marjorie, voy a tener que morir. Es lo que hemos decidido”.

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No se envenenó, ni cortó las venas. Tan solo colocó la cabeza en el regazo de su hermana. O al menos eso declaró June. Pero murió.

Los médicos establecieron que había muerto de una miocarditis aguada, una inflamación mortal del corazón. En su lápida se lee:

Una vez fuimos dos. Las dos fuimos uno. Nunca fuimos más de dos. Una a través de la vida. Descansa en paz.

June comenzó su vida en sociedad. Pocas semanas después de su puesta en libertad, le dijo a Wallace: “Al fin soy libre”.

Del psiquiátrico. Y de una hermana que estuvo a punto de devorarla.

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