En marzo de 1998, Natascha Kampusch desapareció. Tenía diez años. Nadie supo nada de ella hasta ocho años después, cuando apareció escondida en el jardín de una casa cerca de Viene. Se había escapado del zulo en el que Wolfgang Priklopil, un técnico de electricidad de 44 años, la había mantenido encerrada durante todo ese tiempo, sometiéndola a constantes abusos sexuales.
Relató en numerosas ocasiones su cautiverio, incluso llegó a publicar un libro sobre la experiencia –3.096 días– que más tarde fue llevado al cine.Traducido a más de 30 idiomas y publicado en 15 países, refleja el maltrato físico y psíquico que vivió, las humillaciones y las palizas continuadas que recibía. Pero de su vida a partir de aquel agosto del 2006, hace exactamente diez años, poco se sabe.
«Ha sido muy difícil -rompe ahora su silencio en una entrevista-. No tenía ningún cimiento sobre el que construir, no había socializado con jóvenes, con gente de mi edad». Pese a su durísima experiencia, que la privó de años vitales y la dejó completamente traumatizada, Kampusch ha recibido desde entonces correos electrónicos con mensajes de odio, ha sido increpada en plena calle y ha recibido incluso algún ataque físico. «No estoy enfadada -asegura-. Solía estarlo, pero me di cuenta de que se puede lograr mucho más con estoicismo; la gente así no cambiará, no importa cómo me comporte con ellos».
¿Por qué se comporta así la gente con ella? Muchas de las antipatías hacia su persona surgen de la percepción de que Natascha se ha hecho rica a raíz de lo sucedido, a lo que se suman teorías conspiratorias varias surgidas a lo largo de la última década. Las leyendas varían: desde la existencia de un hijo de Kampusch y Priklopil -supuestamente enterrado en el jardín del secuestrador-, hasta la de una supuesta red de sexo infantil en la que estaría implicada la élite austriaca y que habría asesinado al ingeniero de telecomunicaciones para que no se fuera de la lengua cuando su rehén escapó. Y luego están los que no la considera la víctima.
Parece que la escritura le ha servido de terapia. Repite y confiesa esta vez, en su segundo libro, todas estas dificultades para tener una vida normal tras lo sucedido. «Hace unos años, pasé por una fase en la que empecé a rechazar al mundo exterior, ese que había anhelado tanto», señala en sus páginas. «Para algunas personas (…) yo era una provocación -dice-. Posiblemente, porque no podían entender mi forma de lidiar con mi secuestro y mi cautiverio».
Kampusch es consciente de que su caso provoca una mezcla de fascinación, agresividad y morbo. Y se resigna, negándose a detallar cada detalle de su encierro como algunos exigen, pese a que sabe que con ello contribuye a alimentar todo tipo de rumores. La sociedad necesita «supuestos monstruos, como Wolfgang Priklopil para ponerle cara al mal que vive en ellos», considera en su libro.
En la actualidad, Kampusch es dueña de la casa de Strasshof, en las afueras de Viena, en la que permaneció retenida tantos años, y que ahora mantiene vacía. Admite que es «extraño», pero explica que no quiere venderla por miedo a que el nuevo propietario la convierta en un «parque de atracciones de los horrores». La visita dos veces al mes, para ocuparse de asuntos prácticos como el jardín, precisa.
Desde el 2006, Kampusch ha tratado de llevar una vida normal, relacionándose con su familia, intentando hacer amigos y terminar el colegio, viajando y aprendiendo idiomas. Durante un tiempo tuvo su propio programa de televisión. «Soy una gran fan del siglo XX, pero soy joven y tengo que tratar con gente en el siglo XXI. Tengo que integrarme en él», subraya. Amante del cine y la música, explica que le gustaría estudiar «psicología o quizás filosofía» y hacer más trabajo en el campo humanitario. A sus 28 años, ha fundado un hospital infantil en Sri Lanka y ha trabajado con refugiados.