El hedor inunda las oficinas del Chemical National Bank, de Nueva York. No el hedor metafórico que corroe los negocios bursátiles, sino uno sólido, tangible, que golpea el olfato y remueve las vísceras. En la mesa de fondo el espigado caballero. Traje de seda, colonia de París, anillo de oro en el dedo meñique. Despacha con una viejecita encorvada, andrajosa, de toscos ademanes varoniles. Su cuerpo, sus prendas, desprenden el vaho que aromatiza el ambiente.
La acera al otro lado del vitral, el andar nervioso de los transeúntes, la jungla de concreto, el tranvía recién instalado en la ciudad. El hombre se levanta, hace una breve reverencia y se retira. Con un lápiz desgastado la anciana toma notas: apunta cifras, porcientos, plazos de pólizas, intereses, préstamos. Los empleados del banco la ignoran. Ahora la saben intocable. Cuando pretendían correrla la mujer se defendía: “Cambiaré mi capital a otro banco”, amenazaba.
El Chemical National Bank cede a sus caprichos. La mujer atesora unos 200 millones de dólares en sus arcas (4 mil millones en la actualidad). ¿Qué importa que ocupe una mesa, si es la principal cliente de la empresa? Se trata de Hetty Green, incompasivamente bautizada “La Bruja de Wall Street”. Green es tan tacaña que, en vez de rentar una oficina, atiende a sus deudores en la recepción del edificio.
Hetty Green es un personaje de leyenda. Fue la mujer más rica del mundo; y a la vez, la más avara. Se codeó de igual a igual con los multimillonarios norteamericanos de la época. Más que codearse, en ocasiones, los sometió. Fue pionera en el mundo de las finanzas. Lamentablemente trascendió, según el Libro Guinness de los Récords, como la persona más tacaña de la historia.
El calificativo, aunque presumiblemente exagerado, resultó de algunas anécdotas inverosímiles, algunas con un final trágico. Como todo mito, los bordes entre realidad y ficción se desdibujan. Algunos hechos, sin embargo, son tan sólidos, filosos, como una espada de obsidiana.
Cuna de oro, bolsillo de pobre
Edward Mott Robinson, al morir en 1865, legó a su hija Hetty 5 millones de dólares (equivalente a casi 80 millones en la actualidad). En menos de dos décadas la mujer multiplicó su fortuna. En 1884 se le calculó un patrimonio de más de 26 millones de dólares entre efectivo y propiedades.
La habilidad de la inversora se resumía en una estrategia simple, pero efectiva: “Compro cuando las cosas están a la baja y nadie las quiere. Las mantengo hasta que suben de precio y la gente está ansiosa por comprar”, declaró al New York Times en noviembre de 1905.
Green obvió la segunda parte del método: ahorrar al máximo, en una austeridad casi enfermiza.
Tras nacer sus dos hijos (Edward y Harriet), Hetty alquiló un apartamento de 5 habitaciones, por un monto de 23 dólares mensuales. En poco tiempo consideró que estaba gastando demasiado. Pasó las décadas siguientes rentando piezas baratas en los hoteles más modestos de la ciudad. El objetivo (además de buscar las ofertas más baratas) era ahorrar impuestos. Mientras, rentaba sus mansiones para sacar provecho.
Nunca contrató sirvientas, sólo al final de su vida. Ella misma realizaba las compras del mercado. Buscaba las ofertas más económicas. Cuentan que compraba las galletas rotas (que tenían descuento) y devolvía las cajas de fruta para recuperar cinco centavos. Igual sucedió con su ropa e higiene personal. Vestía un viejo vestido negro, remendada por ella misma en infinitas ocasiones. Al lavarlo, sólo limpiaba la parte inferior que arrastraba el piso: así ahorraba detergente. Pero quizás la mayor aversión de Hetty Green eran los gastos médicos, a quienes consideraba “ladronzuelos” de bata blanca.
Su hijo Edward sufrió una herida en la rodilla. Green lo llevó a un hospital público de Nueva York. El doctor la identificó y quiso cobrarle honorarios. Para algo era la mujer más rica del mundo. Ella salió airada del recinto. ¿Cómo iba a gastar dinero por un simple rasguño del niño? Decidió fungir como enfermera. Las precarias condiciones higiénicas de su hogar, y su resistencia a llevarlo a un especialista, complicaron la herida. Dos años pasaron con el muchacho sufriendo hasta que Green decidió pagar el médico. Ya era demasiado tarde: la lesión se infectó y a Edward le amputaron la pierna gangrenada.
Años después no aprendió la lección. Hacia el final de su vida le recetaron operarse una hernia. 150 dólares costaba el tratamiento, le indicó en 1915 el Dr. Henry S. Pascal. La anciana de 80 años pateó el piso y gritó: “¡Todos ustedes son iguales! ¡Bola de rateros!”. Al poco tiempo, a causa de esa dolencia, quedaría postrada en una silla de ruedas.
Epílogo de la “Sra Grandet”
Pareciera que Honoré de Balzac viajó al futuro y conoció a “La Bruja de Wall Street”, como la bautizó la prensa. Tal era su apariencia física que, en ocasiones, algunos transeúntes le ofrecían limosna. Ella lejos de ofenderse, guardaba las monedas en los raídos bolsillos de su traje.
En varias entrevistas defendió su modo de vida. Declaró a los reporteros de la época: “Vivo de manera sencilla porque soy una cuáquera (creencia que respalda la vida sencilla). Mi educación se disciplinó ante la fastuosidad y el show. Mi familia ha sido acaudalada durante cinco generaciones. No necesitamos hacer alarde para asegurar el reconocimiento de nuestra posición”. En otros momentos fue más enfática, casi soez: “La gente escribe mi vida en Wall Street, y asumo que no les importa saber un carajo de la real Hetty Green. Soy sincera, por eso me retratan como si no tuviera corazón. Hago las cosas como quiero”. Así fue hasta el final de sus días, con 81 años.
Apopléjica, necesitaba ayuda para sostenerse. Su hijo Edward contrató enfermeras con una condición: debían vestirse de civiles, porque la anciana cascarrabias no toleraría tantos gastos para sí. La austeridad extrema la acompañó hasta el último momento. Murió de un ataque tras una fuerte discusión con su criada: el costo de la leche en el mercado le pareció inaceptablemente caro. La rabieta la llevó directo a la tumba. En el banco dejó, casi vírgenes, la fortuna que luego despilfarrarán sus hijos.