Estamos hartos de ver en las películas y series de televisión que recrean el la época del Renacimiento a nobles adinerados viviendo entre algodones, vistiendo ropajes impolutos y oliendo a rosas mientras el resto de la sociedad vive en la más mísera podredumbre.
Sin embargo, como suele pasar en las películas, todo es una enorme mentira, pura fachada. Lo cierto es que en aquel tiempo las axilas del noble olían igual que el de los pobres.
Ya lo decía el escritor burgués Sandor Marai en sus memorias “Confesiones de un burgués” donde explicaba que todavía en el siglo XIX se pensaba que lavarse resultaba dañino para el organismo.
En aquella época, la bañera funcionaba más como elemento decorativo que como una herramienta para la higiene. Sólo un día al año, el día de San Silvestre, la bañera recuperaba su uso original.
Tan extraño era el acercamiento al agua con jabón que a finales del siglo XIX la gente sólo se bañaba cuando estaba enferma o iban a contraer matrimonio.
Aunque pueda parecer una verdadera guarrada, era una práctica bastante habitual hasta hace bien poco, y podía ser peor… De hecho, si viviésemos en el siglo XVIII, nos bañaríamos una sola vez en la vida. ¿Te imaginas?
Lo cierto es que esta aversión por el agua no es una lacra que vengamos arrastrando del pasado. De hecho, en la Antigüedad la gente no era tan sucia. Como ya sabemos, los romanos pasaban mucho tiempo en termas colectivas como parte del extremo culto al cuerpo que profesaban.
Esta costumbre llegó hasta Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en auténticos centros de vida social. Incluso en la época medieval la gente se bañaba con cierta asiduidad y hacía sus necesidades en letrinas públicas.
Fue la llegada de la Edad Media y Renacimiento, cuando la concepción puritana del cuerpo que empezó a promoverse, lo que hizo que la higiene personal comenzase a irse al garete.
Por alguna razón, uno de los gremios supuestamente más cultos de la época, los médicos, defendía que el agua debilitaba los órganos y abría los poros facilitando así la entrada al organismo de todo tipo de enfermedades.
Este disparate adquirió tanta fuerza que incluso se empezó a difundir la idea de que una buena capa de mugre protegía contra las enfermedades, por lo que el aseo personal debía de realizarse en “seco”.
Además, si por alguna razón decidías mantener tus partes íntimas limpias corrías el riesgo de sufrir el azote de la Iglesia, la cual condenaba el baño por considerarlo un lujo innecesario y pecaminoso.
La costumbre de no pisar una bañera por voluntad propia no era exclusiva de las clases pobres, el rechazo al agua llegaba incluso a la esferas más altas de la sociedad. En aquella época, una mujer que pisase el baño dos veces al año podía considerarse todo un ejemplo de pulcritud. Incluso el rey se daba un baño únicamente por prescripción médica y por supuesto, tomando las “precauciones” necesarias.
La Reina Isabel de Castilla, ferviente católica, presumía de haberse lavado sólo dos veces en su vida, después de nacer y el día de antes de su boda. Algo normal entre la clase palaciega del sigo XV.
Tuvieron que pasar dos siglos para que la población aceptara el baño como un mal necesario. En el siglo XVII se popularizó lo que llamamos el “baño anual”, donde una vez al año la familia realizaba un baño en una tina de agua caliente.
Los baños, cuando tenían lugar, eran tomados en una tina enorme llena de agua caliente. El padre de la familia era el primero en tomarlo, luego lo otros hombres de la casa por orden de edad y después las mujeres. Por último llegaba el turno de los niños y bebés, los cuales podían perderse dentro del agua ya negra.
El dramaturgo francés del siglo XVII, Paul Scarron, describía en su libro ‘Le Roman comique’ una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usaba el agua para enjuagarse la boca.
Con la intención de aprovechar el baño del anual que se realizaba en mayo, la mayoría de los matrimonios se celebraban en el mes de junio, de esta manera, el tufo de la persona (en este caso los novios) era todavía tolerable.
De cualquier forma, un mes entero sin conocer un poco de jabón es suficiente para oler a rayos, es por eso que las novias solían llevar ramos de flores para disfrazar el mal olor. Así nació la tradición celebrar los matrimonios en mayo y junio y que las novias acostumbren a llevar un bonito ramo de flores.
Hasta mediados del siglo XIX el baño no se convirtió en una práctica frecuente. Primero cuando la necesidad lo exigía, después una vez al mes, y luego, una o dos veces por semana.
Aunque a las mujeres no se les recomendaba que lavaran sus partes íntimas, pues aún se relacionaba esta práctica con la infertilidad. Tampoco podían bañarse durante el período, una creencia que en algunos círculos se mantiene hoy día.
Con el tiempo, la higiene volvió terminó por normalizarse y la industria de productos de higiene comenzó a emerger hasta nuestros días.