Carla llega a la Plaza San Martín vestida con remera de mangas cortas. El aire está espeso, el viento es tibio y lo de la remera no debería llamar la atención. Pero Carla está usando mangas cortas por primera vez en su vida. Fue hace poco -después de muchos años de ocultar las quemaduras de su cuerpo y las zonas de donde le sacaron piel sana para curarlas- que tuvo que decidir entre dos caminos posibles. Volver a entrar a un quirófano y probar con cirugías estéticas o tatuarse encima de las cicatrices. Le falta una sesión para terminar el brazo y el tatuaje ya comenzó a diluir la enemistad histórica entre Carla y su cuerpo.
“Fue cuando tenía un año y dos meses. Estaba en la casa de mi abuela, en el andador”, cuenta Carla Arcieri. Era invierno y su abuela paterna había colocado una olla grande encima de una garrafa con hornalla que estaba en el piso de la cocina. El agua estaba hirviendo, se suponía que el aroma de las hojas de eucaliptos iba a aliviarles los síntomas del resfrío.
“Yo recién estaba aprendiendo a caminar. Me acerqué a la olla, se ve que la toqué y la sentí caliente y cuando saqué la mano se me cayó la olla y toda el agua hirviendo encima. El mayor problema fue que era invierno y yo estaba vestida con lana. La lana se pegó a la piel“. En la desesperación por tratar de desvestirla, vieron que la piel se desprendía, así que la subieron al auto y volaron desde su casa, en Soldati, hasta el Instituto del Quemado.
“Dicen que cuando llegué ya estaba inconsciente. Sé que me metieron en un recipiente con agua y hielo y empezaron a cortarme la ropa con tijeras y a rasquetear la piel con cepillos para despegar la ropa”, sigue Carla y, como no lo recuerda, cuenta este tramo de un tirón, como si le hubiera pasado a otra niña.
Tenía quemaduras en el 70% del cuerpo y estuvo ocho meses internada. “Era bebé, no sabían si iba a sobrevivir porque el riesgo de infección es muy alto“, sigue. La zona más comprometida era el brazo derecho y la axila -que habían quedado pegados al torso- y, para curarla, le hicieron injertos con piel que extrajeron de sus muslos. Las heridas del brazo cicatrizaron mal y el brazo quedó más corto. La raparon, además, para curar las lesiones de la cabeza.
Y es acá donde arrancan los primeros recuerdos propios que, ahora sí, la hacen llorar sostenidamente. “Me acuerdo que estaba toda vendada en el hospital y tenía que comer boca abajo, porque la espalda estaba muy quemada. Me daban jugo con un sorbete y cuando venían las visitas mi mamá me ponía un espejo para que pudiera saludarlas”. Recuerda eso y el olor penetrante y el color marrón del antiséptico con el que su mamá la bañaba.
Desde el accidente hasta que cumplió ocho años, Carla pasó por siete cirugías con anestesia general. “Al principio, cuando empecé el jardín, yo no sufría mucho. Para mí mi cuerpo era así. Los problemas empezaron en la primaria. Yo no me sacaba el guardapolvo por nada del mundo. No me ponía una remera de mangas cortas ni que me mataran, nunca usé una musculosa. Pero se empezó a correr la bola y en el colegio me pusieron un apodo. Me decían ‘la quemada”.
Carla decidió no contárselo a su mamá. Para ese entonces, sus padres se habían separado y su madre trabajaba todo el día para mantener a sus tres hijos. “Yo no quería cargarla con un problema más. Para ella fue muy difícil cuando tuve el accidente. Lo que yo no sentí, lo que yo no recuerdo, lo sintió ella. Sé que mi mamá pidió que le sacaran piel a ella para hacerme los injertos pero bueno, tenía que ser piel mía”.
Lo que recuerda de la primaria son las miradas. “Todos querían ver qué escondía ‘la quemada’. A mí me daban ganas de no ir más al colegio, encima no quería llorar en mi casa para que mi mamá no sufriera. Creo que ahora lloro así porque todo eso me quedó trabado en la garganta”. Habla de algo que sucedió antes de los 12 años. Tiene 25.
Que no hubiera viaje de egresados fue un alivio: sólo pensar en ponerse una bikini y meterse a una pileta era tortuoso. Hubo cumpleaños de 15 a los que no fue: no había vestidos capaces de ocultar los brazos, la espalda y las piernas al mismo tiempo. “Cuando era chica el verano era lo más horrible que me podía pasar. Yo jamás usé un short, sólo usaba jeans, calzas y remeras con mangas tres cuartas aunque hicieran 40 grados”.
Cuando empezó la secundaria, sin embargo, Carla adoptó una postura que la ayudó a combatir el tabú que se había construido alrededor de su cuerpo: si alguien la miraba, ella le preguntaba ‘¿querés saber qué me pasó?’. Pero la sensación de sentirse observada no cambió cuando terminó el colegio.
Carla trabaja en un local de ropa en las Galerías Pacífico. “A veces me pedían una remera, yo la abría para mostrarla y en vez de mirar la remera me miraban el brazo. La verdad es que nunca me enojé pero sí me angustiaba mucho, me daban unas ganas de llorar terribles adelante del cliente. Me volvían las ganas de llorar que tenía cuando era chica”.
Relacionarse con un hombre no fue fácil. “Primero hablaba por mensaje, iba tanteando. Siempre lo contaba antes de que pasara algo, no quería exponerme a que cuando me vieran me dijeran ‘ah, justo tengo que irme’”. Eso mismo hizo con Mathías, su novio desde hace dos años y medio.
“Yo creo que desde que estoy con él empecé a estar mejor, supongo que es porque hay alguien que me quiere, que me cuida y que me acepta como soy”. Mathías la acompañó en la indecisión. La alentó a buscar a un cirujano cuando Carla pensó en hacerse una cirugía estética y la alentó a buscar a un tatuador cuando decidió que no estaba dispuesta a volver a atravesar un postoperatorio acostada boca abajo.
Carla buscó en Google para saber si la piel quemada podía tatuarse. En la convención de tatuajes Tattoo Show, en marzo, le confirmaron que sí se podía y le dijeron que consultara con un médico.
Eligió a Sebastián Maurig, tatuador de Mandigna Tattoo. “En realidad nos elegimos, porque él se comprometió mucho con lo que estaba por hacer”, cuenta ella. Bocetaron la cara de un tigre para que las manchas del animal ayudaran a disimular los relieves y los pliegues de la piel. Y él le recomendó hacerse una flor de loto por su significado: es la flor que crece aún en terrenos pantanosos.
“Yo estaba en un conflicto permanente. Veía que mis amigas usaban ropa que yo no podía usar y me preguntaba ¿por qué estoy en este cuerpo? Y después trataba de convencerme de que lo único importante era que estaba viva. Pero ahora que tengo el tatuaje creo que ya no me miran por algo feo sino porque está bueno”, cierra. “Mucha gente me dice ‘ya no se te notan las quemaduras’ y no sabés lo que es eso para mí. El tatuaje me cambió todo. Empecé a aceptarme más, a quererme más. Empecé a reconciliarme con mi cuerpo”.
Lo que sigue -cuando junte dinero y valor para soportar sesiones de 4 o 5 horas-, es extender el tatuaje a los muslos y resignificar esas cicatrices. Ahí estaba la piel sana que la ayudó a salvarse.
Vía: Infobae