“Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Esta declaración de Woody Allen tiene una esencia muy parecida a la de las historias de los usuarios de las comunidades “Oído por ahí” y “Habitación N° 6” que te contaremos hoy.
Creemos que pueden suceder hasta los milagros más fantásticos, y si alguno pasó en tu vida, cuéntanos sobre él en los comentarios.
Probablemente muchos padres intentaron enseñarles a nadar a sus hijos. Conmigo también fue así. Cuando tenía 8 años, me llevaron al mar por primera vez en mi vida. Nos alejamos un poco de la orilla, mi papá me quitó los flotadores y comenzó a enseñarme: me sostenía debajo del vientre, luego me lanzaba de panza sobre las olas y, a veces, me mostraba qué hacer con su propio ejemplo. Y entonces supe por primera vez lo que era un ataque epiléptico. Porque, de pronto, mi padre comenzó a sacudirse en el agua, se desmayó, y me di cuenta de que, o nadaba, o mi padre ya no estaría en este mundo. Llené mis pulmones de aire y me zambullí tras él. Tuve la suerte de que no habíamos llegado demasiado lejos. No sé cómo, pero yo, un niño pequeño, llevé a un hombre fuerte hasta el lugar en donde podía tocar el fondo con mis pies, y lo arrastré hasta la orilla, gritando por el camino que necesitaba ayuda. Los adultos se acercaron inmediatamente. Mi padre fue salvado, pero desde entonces nunca más volvió a entrar al mar, mientras que yo tengo docenas de medallas de competencias de natación colgadas sobre mi cama.
A mi madre le gusta leer el horóscopo por la mañana. Yo no creo en eso, así que a veces me gusta burlarme de ella por ese hábito. Pero hace poco, leyó lo siguiente para mi signo: “Hoy puede ser que te inunde el deseo de descontrolarte. Trata de no volar a África y volver a tu casa”. Y sería nada si en ese momento no me estuviera preparando para mi primera cita con un nativo de Camerún.
Llevaba mucho tiempo hablando con un chico por un chat anónimo. Hablábamos de todo, nuestros intereses eran los mismos. No nos preguntábamos sobre nuestra ciudad, edad, nombres. Pero por alguna razón, me gustaba llamarlo “Tesoro”, y a él le gustaba decirme “Solcito”. Eso era extraño y tonto, pero me resultaba muy agradable. Una vez, estaba caminando por un centro comercial, mientras, justamente, estaba chateando con él. De pronto, choqué con un hombre, me disculpé apresuradamente, levanté el teléfono y me fui. Un minuto después, descubrí que el teléfono no era el mío, sino que, aparentemente, me había llevado el del hombre con el que había chocado. Lo miré y vi abierta la conversación de chat conmigo. Corrí de regreso, y él venía volando hacia mí: “¿Solcito?” “¿Tesoro?”. Sí, resultó que vivimos en la misma ciudad, tenemos la misma edad, los dos nos llamamos Ale y los dos no pronunciamos bien la “R”. Parece alguna clase de magia.
Tengo un trabajo de medio tiempo interesante: acompaño a los extranjeros que vienen a nuestra ciudad por negocios. Nada vulgar: normalmente les reservo una habitación de hotel, los acompaño a los eventos, les traduzco todo a su idioma nativo. Una vez, recibí el encargo de mis servicios de un señor. Lo llevé a todos los lugares de interés, le conté y le expliqué todo sobre la ciudad. Y luego resultó que era un compatriota mío que se había ido a vivir a los Estados Unidos 15 años antes. Solo estaba aburrido, y le daba pereza ocuparse de todo por su cuenta.
Mi hermana adoptó un perro, pero tenían de antes un gato anciano. El perro no le gustó al gato, y comenzó a vengarse. En esa época, le estaba enseñando al cachorro a hacer sus necesidades en la calle, y comenzaron a notar que el perro se hacía pis dormido. Comenzaron a sacarlo más seguido, pero no ayudó. Y el astuto del gato iba a la cocina y maullaba; mi hermana salía al pasillo y veía al perro que de nuevo dormía en un charco. Nadie entendía nada. Pero un día, el gato fue desenmascarado: se arrastraba detrás del perro dormido, hacía pis debajo de él, ¡y corría felizmente a la cocina para informar de lo malo que era el perro! Al ver que lo habían descubierto, el gato se escondió.
Soy una exanoréxica. Simplemente no podía y no quería comer. Todo cambió después de que fui admitida para tratarme en un hospital. Conocí a un chico, nos hicimos amigos. Inmediatamente me gustó; bueno, no solo me gustó, para qué mentir, me enamoré a primera vista. Una vez, mientras conversábamos, me dijo que le gustaban las chicas rellenas. Y listo, desde ese momento comencé a comer, me sometí a una terapia especial y me curé. Los doctores dijeron que era algo que sucedía muy rara vez, y yo simplemente estaba contenta. A ese chico, muchas gracias. Llevamos 10 años de casados.
Hoy, mientras viajaba en el tren, observé la siguiente situación: una anciana entró al vagón, sosteniendo a un gatito contra el pecho, y con lágrimas en los ojos y temblor en la voz, comenzó a pedir que alguien se llevara al animal. Ya estaba a mitad de camino, todos expresaban compasión, decían que el gatito era hermoso, pero nadie se lo agarraba. Por cierto, no creí que este método realmente funcionara, así que me sorprendí mucho cuando una joven de unos 25 años dijo: “Yo me lo llevo”. La anciana se puso feliz, y el pequeño bulto se trasladó al pecho de su nueva dueña. Durante los siguientes 10 minutos miré cómo la joven envolvía a su nueva mascota con el abrigo, tratando de darle calor.
Pasó hace mucho tiempo. En una calle peatonal había un festivo desfile de primavera con todo tipo de eventos: música en vivo, canciones, disfraces, pompas de jabón, una multitud alegre, sobria pero ruidosa… De repente, sonó el teléfono de una chica. Ella lo sacó, miró con horror la pantalla y de repente gritó: “¡Silencio!”. Por la sorpresa, en un radio de 5 metros se hizo un silencio completo, y todos la miraron. “Sí, mamá, estoy en la biblioteca”.
Inmediatamente después de la Universidad, comencé el Profesorado. Estaba metida de cabeza en mi carrera. Vivía una vida amorosa fragmentada, que se agravaba por el hecho de que mi novio vivía en otra ciudad. Una vez, peleamos fuertemente. Y entonces, recibí una llamada y un minucioso interrogatorio de su madre sobre su maravilloso niño. Cómo comía, cómo estaba, cómo se portaba. Me trataba exclusivamente de usted y por mi nombre completo. Yo estaba ocupada y respondía automáticamente que todo estaba bien y que yo estaba conforme con todo. Y, de pronto, escuché la frase: “Si estás conforme con todo, ¿por qué no te casas de una buena vez con este cabeza hueca? ¡Me tiene realmente cansada con sus berrinches!”. Y así fue como me casé.
Una vez, cuando tenía 15 años, escribí en el techo de mi habitación, encima de la cama, “Te quiero” para calmar de alguna manera a mi novio, que últimamente andaba nervioso. Y luego él añadió “Yo también te amo”. Después de un año y medio nos separamos, apareció un chico nuevo. Al principio se reía de la inscripción, y luego dijo: “Voy a escribirlo yo también”. Un tiempo después, rompí con él. El siguiente también se rió, pero luego terminó escribiendo. Y así, a la edad de 27 años, había reunido 9 inscripciones a lo largo de todo el techo. Y hubo una, la última, que completó la década: “Pero yo me casé”.
Cuando mis abuelos tuvieron a mi papá, fueron de visita a su pueblo natal. Allí, mi papá siempre lloraba y dormía mal. Y entonces la abuela de mi abuela dijo que lo habían ojeado. Quien le sugirió una solución al problema también fue su abuela: al atardecer, había que ir con el bebé al gallinero, “para que ayuden las gallinas”. Mi abuela no quiso discutir y aceptó. Mi abuelo escuchó esa conversación y fue a contárselo a su suegro, se rieron y se fueron a hacer sus cosas.
Al atardecer, la abuela de mi abuela tomó a mi papá en brazos y se dirigieron al gallinero. Entraron y dijeron: “¡Hola, gallinitas!”. Y escucharon en respuesta: “¡Hola, dos tontitas!”. El abuelo y su suegro decidieron gastarles una broma a la joven madre y a una anciana demasiado supersticiosa. ¡Pero desde aquella noche mi papá ya no volvió a llorar y durmió bien!
A mi mamá muchas veces le daban en el trabajo entradas para ir al teatro, para ver ópera o ballet. Una vez, vino a nuestra ciudad un grupo de ballet importante, bailarían el Cascanueces, ¡y a mi mamá le dieron boletos en primera fila! Esas entradas valían su peso en oro. Naturalmente, mi madre pensó que yo, un niño de 3 años, debía asistir a aquel importante evento cultural. La actuación ya estaba durando 2 horas, los bailarines se esforzaban al máximo, la música se apagó, literalmente, por un segundo, y yo exclamé a viva voz: “¡Pero qué aburrido!”
Una vez, en una fiesta, me crucé con mi ex compañera de clase, que pretendía ser extranjera. No la delaté: era muy divertido verla “aprender” el idioma y hablar sobre la vida en la República Checa. Atrajo la atención de 2 de los chicos más guapos, que se pavoneaban delante de ella, y ya casi le juraban amor eterno. Yo me divertía a mis anchas de que ella, de esa manera, hubiera dejado de ser una simple Alicia para convertirse en una encantadora Eliška. Hasta que descubrí que era otra chica, que realmente vivía en la República Checa, y solo se parecía mucho a mi ex compañera.
El gato de mi compañera de cuarto se perdió: salió por la ventana a dar un paseo, pero no regresó. Mi compañera es una chica hermosa, con un montón de pretendientes, y todos la ayudaron a buscarlo. Después de 2 días fueron encontrados 4 ejemplares de su Michi. Y una semana después, volvió el verdadero, que quedó en shock. Nos quedamos con los gatos, ahora estamos tratando de encontrarles hogar, y mi compañera, no sé si a propósito o no, perdió su iPhone.
Estimado lector, tú eres interesante, ¡háblanos de ti! Quizás fuiste voluntario en un asilo de ancianos, viviste en Bangladesh, trabajaste en un restaurante con estrellas Michelin en París, o simplemente quieres contarle al mundo por qué es tan importante recibir a los seres queridos en el aeropuerto.